Ser monja en la Nueva España

El primer convento de monjas en México. Se conoce con el nombre de monja a aquella mujer que se consagra a una orden religiosa y sigue una vida monástica, regida por normas tales como el celibato, la castidad, la obediencia, y, a veces, la clausura. Las monjas viven en los conventos. En la llamada Nueva España, el primer convento se fundó  en la Ciudad de México en el año de 1540, a instancias de Juan de Zumárraga. La licencia para su fundación le fue otorgada por Paulo III. En seguida, dio el hábito concepcionista a cuatro beatas que había traído desde España el padre franciscano Antonio de la Cruz, y que habían llegado con Hernán Cortés en 1530. Estas cuatro mujeres se habían dedicado en tierras mexicanas a adoctrinar a las hijas de los caciques indígenas.

Además de estas beatas, en 1541 ingresaron a dicho convento dos españolas, a las que se fueron agregando algunas más. Por cierto cabe mencionar a dos de las nietas del ex emperador Moctezuma Xocoyotzin. Como el convento empezó a ser insuficiente, el Cabildo Eclesiástico y la abadesa de la Concepción, instaron a Carlos V y luego a Felipe II, para que el convento fuese ampliado, pues ya para el año de 1565, el convento contaba con sesenta y cuatro monjas. Las monjas de la concepción eran muy activas y fundaron varios conventos: cuatro en la Ciudad de México, uno en Durango, otro en Guadalajara, a más del fundado en Guatemala. Para el año de 1600, existían en la Nueva España veinte dos conventos de clausura distribuidos en varias ciudades, como Puebla, Oaxaca, etcétera, que pertenecía a las concepcionistas, clarisas, jerónimas y dominicas.

En la Ciudad de México al convento de la Concepción, siguieron los de Regina Coelli (1573), Jesús María (1580), La Encarnación (1594) y Santa Inés (1600), todos ellos concepcionistas.

Quiénes ingresaban en los conventos. Ingresar en un convento se podía hacer desde los quince hasta los veinticinco años, los votos solemnes se llevaban al cabo alrededor de los veinte años. Las mujeres debían tener una intención y un motivo correctos con los cuales honrar a Dios y salvar almas. Debían ingresar por su propia voluntad, aunque esto no siempre correspondía a la realidad, pues muchas de ellas eran presionadas para ingresar por diferentes razones. En los conventos, aparte de las jóvenes que iban a profesar, se admitía a las jóvenes seculares que formaban las llamadas niñas educandas, las sirvientas y las “donadas”.

Para ingresar al convento era necesario demostrar la pureza de sangre, de ser hija legítima y de padres católicos casados como Dios manda, y que nunca hubiesen tenido ningún problema con la temida Santa Inquisición. Las aspirantes debían ser sanas y muy dispuestas a no quejarse de la pobreza ni de las dificultades que entrañaba la ciega obediencia. Debían estar dispuestas a seguir la rudeza de las normas sin chistar, y soportar con paciencia las penitencias y los ayunos que se les impusieran. Ya que habían demostrado su vocación y su pureza de sangre, se efectuaba una votación entre las religiosas. Si la solicitante era admitida, tenía como primera obligación leer diariamente sus obligaciones, ayudada por la llamada maestra de novicias. Pero si la novicia no sabía leer, solamente podría ser monja de velo blanco, sin posibilidad de leer el Oficio Divino que estaba en latín, y la dote se le disminuía, y aún se le dispensaba si sabía cocinar, cantar o tocar algún instrumento musical.

Pasado un año se daba por terminado el noviciado, y la monja se sometía a una especie de examen donde era interrogada. Las monjas examinadoras volvían a votar, y si la consideraban capacitada para el oficio, se avisaba al obispo correspondiente, a fin de que enviara un propio que certificara que la novicia podía profesar. Si el propio encontraba satisfactoria a la joven, una madrina la llevaba de paseo por la ciudad, a cuyo término regresaban al convento para recibir los votos perpetuos. Este era un acto muy solemne y fundamental cuya significación era el renunciamiento total mundo, para vivir en constante penitencia y flagelación, ayunos y penitencias. Obediencia a la abadesa y al obispo, renuncia, pobreza, golpes con el flagelo, eterna clausura, cumplimiento de los rituales y castigos serían en adelante las reglas de una buena profesa.

La ceremonia de la coronación. Dicha ceremonia revestía una gran importancia dentro del ritual católico. Daba inicio con una procesión en la que participaban todas las monjas del convento. Las monjas portando unas velas, se dirigían al coro bajo de la capilla y cantaban cánticos religiosos referentes al ritual. Todas las monjas se ataviaban con sus hábitos de lujo y se colocaban coronas de flores naturales, o bien elaboradas con cera y papel. Estas coronas llevaban ángeles, imágenes de santos, e incluso pájaros artificiales. Las participantes portaban en la mano una palma, cuyo significado hacía referencia al sacrifico y al martirio en que vivían, y la seguridad de acceder al Paraíso, una vez acontecida la muerte. Asimismo, en la otra mano llevaban un crucifijo o la imagen del Niño Jesús, dependiendo que tan exigente fuese la orden a la que pertenecían. La novicia que iba a profesar, o las novicias,  además de corona de flores se cubrían la cabeza con un paño negro, el cual simbolizaba su renuncia al mundo. A este atuendo, las monjas jerónimas y las concepcionistas agregaban un medallón fabricado de diferentes materiales que podían ser: cobre, tela bordada, marfil o carey, que llevaban la imagen de la Inmaculada Concepción, o de los santos predilectos de la profesa.

El obispo encargado de la ceremonia, les entregaba las constituciones de la orden y una lista donde se encontraban escritas las obligaciones que debían cumplir al pie de la letra. El obispo les explicaba la importancia del acto y les ponía el nombre que en adelante debería llevar. En seguida, les entregaba un anillo para simbolizar que se habían convertido en esposas de Dios.

A continuación, la novicia se dirigía a un pequeño salón de la capilla donde le eran cortados los cabellos, se le despojaba de los lujosos hábitos y adornos que se había puesto para la ocasión,  y se la vestía con un burdo sayal que llevarían toda su vida; la corona florida se trocaba en una corona de espinas. Regresaba a la capilla para la misa solemne, se tendía en el suelo boca abajo, se la cubría con una tela negra, al tiempo que se la llenaba de flores como señal de que su vida mundana había acabado para siempre. Más tarde debía firma un libro de profesiones. Entonces se había convertido en una verdadera monja.

 

 

 

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