No quiero creer que Umberto Eco esté muerto. Únete a mí.

Un escritor es un amigo, un padre, un consuelo, un milagro. Aunque nunca lo hayamos conocido de cuerpo presente, entablamos con él una relación profunda y cariñosa. Confiamos en él, que se manifiesta a través de sus personajes, sus argumentos y sus opiniones, de manera única y personal para cada uno de nosotros. Por eso su muerte es la pérdida de alguien cercano, la pérdida de una parte de nosotros mismos.

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Hay autores que ya conocimos muertos. Nos hicimos sus lectores, sus amigos, sin sentir su muerte porque siempre nos hablaron desde el más allá. Pero hay otros, nuestros contemporáneos amados, que nos proporcionan la sensación de estar muy cerca. Tal vez la separación de siete grados entre los hombres sea verdad. Entonces, creemos que podemos estar a siete personas de ellos. Y cuando se mueren, la maravilla se evapora.

Cuando yo estudiaba mi muy amada carrera, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM no tenía en su pensum la materia de semiótica. A duras penas alcancé una Teoría literaria de Wellek y Warren y la promesa de que el área de literatura crecería desde el método científico hasta el infinito conocimiento. Mi maestro de fonética y fonología, el doctor Juan López Chávez, me daba copias fotostáticas sobre las bases lingüísticas de la creación literaria. Y no es que Umberto Eco no hubiera escrito la Obra abierta (1962), La estructura ausente (1968) o el Tratado de semiótica general (1975), era que eso no estaba de moda. O no lo estaba en mi medio ambiente, en donde, fauna literaria y vegetariana, nadie sentía la necesidad de afilarnos los colmillos.

De este modo, lo primero que conocí de Umberto Eco fue su obra literaria. Y lo primero que leí fue, al contrario de muchos que empezaron por El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault. Aventuras, pero no de un protodetective franciscano y medieval como en El nombre…, sino en la conspiración de los templarios. Todo lleno de ironía y erudición. La belleza absoluta.

Lo leí y me quedé enamorada para siempre de Eco. Seguí con El nombre… y luego una amiga querida me prestó Cinco escritos morales y A paso de cangrejo, que contiene algunos artículos periodísticos. Y yo estaba encantada con ese hombre de inmensa cultura y excelente sentido del humor. A lo largo de los años, y a través de mi romance literario con él, sólo le he reprochado su amor por el futbol.

 

Empecé a estudiar semiótica en la lavandería. Mientras la ropa giraba dentro de las lavadoras que contrataba en los pocos locales que entonces había para eso, yo subrayaba conceptos, se me iluminaba la vida con el modelo semiótico reformulado y se me quemaban las neuronas con la (no) comprensión de los sistemas no lingüísticos. Y seguía adorando a Eco. Claro que, debo confesarlo en esta hora, tuve serios coqueteos con Genette y con Greimas. Eso era inevitable. Pero Eco tiene algo que otros teóricos de la semántica, la narratología y la semiótica no tienen: un enorme talento literario.

Eco comprende de manera fantástica la forma en que se narra, en que se construye una novela, un artículo, un ensayo, una libro de texto que servirá ad æternum (o eso quiero creer). Parece saber cómo se escribe cualquier cosa. Parece estar hecho de textos y discursos, de carcajadas y entendimientos totales. Se le salen figuras retóricas por los ojos, estructuras profundas por las orejas, se le caen reflexiones graciosísimas de los labios acerca de las cosas más complejas… y también de las más sencillas.

A veces, en la lavandería me ofrecían apagarle a la televisión, dado que yo me empeñaba en usar mi marcador amarillo. No me importaban en lo más mínimo el excesivo ruido ni la infinita estupidez de los programas que la tele mostraba. Eran una borrosa imagen de la realidad, de la felicidad. La verdad estaba entre las páginas del Tratado… Creo que a veces la dueña del local pensaba que había cambiado de libro, porque me reía ostentosamente. Eco es el único teórico con el que una puede aprender y reír a carcajadas por la forma en que presenta los conceptos. ¿Con qué palabras puedo yo, pobre mortalita sin lavadora, agradecerle las maravillosas horas que me hizo pasar?

Eco me ayudó a hacer mi tesis con su libro Cómo se hace una tesis, partes del cual, a pesar del dudosos encumbramiento del sistema APA, todavía les receto a mis alumnos. Como dice Umberto Eco… , suelo empezar en las clases de metodología de la investigación. Como dice Eco… , también cuando tallereamos poemas. Como dice Eco… Hasta en fonología empiezo a decir: Eco y la teoría del semema como enciclopedia. Y una vez más en Literatura española.. Lean Baudolino, les digo, es una obra genial para entender y gozar las creencias, la escritura, las costumbres medievales. En el primer capítulo, llamado Baudolino empieza a escribir, el personaje, que vive a principios del siglo XIII (la referencia es el ataque a Constantinopla en 1202-4), escribe en idioma latino que evoluciona hacia romance, con dudas en la escritura e, incluso, en la forma de escribir las letras. La parte final del capítulo (p. 16):

ke fermoso ser un sabidor, kien dezillo aueríe nunqua gratias hagamus domini dominus en summa demos gratias al Sennor

agora he a escrevir una chronica faz venir las kaluras in cluso de hinverno et tengo tanbien temor porke se apaga la luzerna et como dezía esetal el pulgar me duele

Eco, como Jakobson, se metió en todos los ámbitos de la lingüística y el análisis literario, pero aún mejor. Más humano, más irónico. El gran teórico con alma latina y sonrisa de escritor. Recuerdo mis horas pasadas con Julia Kristeva en la tristeza desesperada del condenado al fenoexto y el genotexto. Contra esos males, un poco de Tratado… Recuerdo la pena de leer a Cross con el único fin de aplicar su teoría, la sociocrítica. Con Eco no era así: era el gozo de aprender. La alegría de estar con él al leerlo. La profunda felicidad de ser reclutada para formar parte de su guerrilla semiológica.

Ningún libro (Stephen King y Lovecraft palidecerían de envidia) me produjo el miedo y la delicia de La misteriosa llama de la Reina Loana, que no es un libro de horror, sino uno acerca de la forma en que la memoria trabaja y tiende a construir personas que pierden su individualidad. Cuando leí Número cero, también me aterroricé, ahora de la manera en que la forma de presentar la realidad, la manipula y crea verdades a partir de percepciones (perceptos, diría él). Códigos que entrelazan sistemas, códigos que se vuelven sistemas de creencias. Genial. Un pedacito de la página 146 de Número cero: Maia escribe, por diversión, anuncios para el periódico cero de anuncios matrimoniales:

“Otro: ‘Patricia, cuarenta y dos años, soltera, comerciante, morena, esbelta, dulce y sensible, desea conocer a un hombre leal, bueno y sincero, no importa el estado civil con tal de que esté motivado’. Interpretación: Qué caray, con cuarenta y dos años (y no me digáis que si me llamo Patricia debería tener casi cincuenta como todas las Patricias) no he conseguido que nadie se case conmigo y salgo adelante con la mercería que me dejó mi madre que en paz descanse, soy un poco anoréxica y fundamentalmente neurótica; ¿hay por ahí algún hombre que quiera acostarse conmigo? No me importa que esté casado con tal que no le falten las ganas.”

¿Y qué tal esa teoría de la traducción que es Decir casi lo mismo? Cito de la páginas 25: “[…] la traducción se basa en un proceso de negociación, siendo [sic] la negociación, precisamente, un proceso según el cual para obtener una cosa se re renuncia a otra […]”

Este pesar que ahora siento, empezó con la muerte de Bradbury (el 5 de junio del 2012), continuó con la de Moustaki (el 23 de mayo del 2013), la de García Márquez (17 de abril del 2014), la de Eduardo Galeano (13 de abril del 2015), la de Henning Mankell (5 de octubre del 2015) y se ahonda ahora con una pérdida que nunca nadie llenará. Porque mi vacío se suma al de todos los que lo amaron a la distancia del tiempo y el espacio. Porque a Eco se le cree diga lo que diga, gracias a eso que él expresaba en Apocalípticos e integrados y en Decir casi lo mismo (p.26): el contrato que firma el lector (o el que ve una serie en la televisión, una obra de teatro y demás) con el autor, y que consiste en creerle. “Ahora bien, una negociación implícita se produce también en los pactos de veridicción, distintos para los lectores de un libro de historia o para los lectores de novelas, a los que se les puede pedir, por acuerdo milenario, la suspensión de la incredulidad.”

Me quedan algunos consuelos: mis libros no leídos de Eco, entre los que está uno de sus últimos textos: Historia de las tierras y los lugares legendarios, en donde seguramente lo encontraré. Estará leyendo, sobre el prado, recargado en el Árbol de la Sabiduría junto a uno de los ríos que dividen el paraíso en cuatro partes. Mirará a través de sus lentes, ya inútiles y conservados sólo como un aditamento de ornato, mientras su mente explora los significados ocultos en las verdades absolutas de la muerte y de la vida, que se manifiestan en las flores y los frutos, en la belleza, los textos y los pensamientos de amor. Quizá esté leyendo a San Juan de la Cruz. Quizá estén los dos juntos hablando de San Agustín y bebiendo el bálsamo divino de la bodega interior del Amado. Entonces quizá Eco girará la cabeza y le cerrará un ojo a Aminadab (el diablo).

Ahora abriré esos libros buscando revivirlo. Ahora los leeré obligándome a pensar que la muerte no existe porque Umberto Eco es el hombre que demuestra que todo tiene que ver con todo. No quiero creer que está muerto. Quiero negarme a tener fe en la muerte como me he negado a tenerla, con gran éxito, en la existencia del norte como punto cardinal. Creo en las verdades parciales de los nortes metodológicos, y a esa convicción quiero agregar la de las muertes relativas. Mientras tanto, la muerte recolecta y yo busco alivio en las palabras de Jorge Manrique:

Copla

Este texto fue publicado en Letras de Cambio, de Cambio de Michoacán.

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