Afirmaban los mexicas que los niños de pecho que no habían llegado a probar el maíz, lo que suponía haber tenido contacto con la tierra, y por ende con la muerte, y que desconocían el significado de la actividad sexual, al morir iban a un lugar llamado Chichihualcuauhco o Tonacacuauhtitlan, en el cual permanecían hasta que les era dado retornar y poder vivir una segunda vida; es decir, tenían la posibilidad de reencarnar. Mientras esperaban el momento propicio de volver a nacer, se alimentaban de árboles cuyos frutos tenían formas de mamas de las que brotaba leche. El Códice Florentino cita: … Van allá, a la casa de Tonacacuauhtitlan. Viven en el lugar del árbol de nuestro sustento. Allá viven en el lugar del árbol de nuestro sustento; liban las flores de nuestro sustento; de él chupan.
Al Mictlan, llegaban las almas de aquellos que habían tenido una muerte común y corriente y todos los esclavos, aunque hubiesen muerto sacrificados en la fiesta dedicada a Huitzilopochtli, Dios de la Guerra y tutelar de la Ciudad de México-Tenochtitlan. Al morir se les brindaba un largo discurso y se procedía a arreglar al cadáver. Esta tarea correspondía a los ancianos y sacerdotes, quienes, prestos a ejecutar sus deberes, tomaban al difunto, le cogían las piernas, le envolvían con papeles y le ataban con sogas. En seguida, derramaban agua sobre su cabeza,
El fuego de las ofrendas indicaba al teyolía el camino que debía seguir para llegar al Mictlan. Las ofrendas mismas y las oraciones le ayudaban a fortalecerse y a arribar con bien a su destino; ya que el viaje hacia el Mictlan duraba cuatro largos años. El viaje era agotador y agobiante, por eso el alma debía prepararse desde el momento mismo en que el futuro muerto entraba en agonía. Para darle fuerzas se le daba al agonizante una tonificante bebida llamada cuauhnexatolli, una especie de atole que proporcionaba fuerzas al teyolía. Cuando el agonizante moría y se le había amortajado, se le preparaba la ofrenda que había de llevar en su mortuorio viaje. Consistían las tales ofrendas en vasos, ollas, cazuelas, contendedores de alimentos, vertederas, urnas funerarias, collares de cuentas de cristal, jaideita, serpentina y muchas otras piedras preciosas o semipreciosas, figurillas de dioses y hombres, títeres de barro articulados, sellos, maquetas de recintos sagrados y escenas de la vida cotidiana, papeles, manojos de teas, cañas de perfume, hilo flojo de algodón, hilo colorado, ropas de hombre y mujer, y accesorios complicados y emplumados, y muchos objetos más destinados a soportar el largo viaje de cuatro años al Mictlan. Pero sobre todo, era importantísimo llevar las ofrendas que habían de hacerse al dios Mictlantecuhtli, una vez que se hubiese llegado al más allá a esperar su acceso al noveno lugar de la muerte. Un ser pequeñito e imprescindible debía ser agregado a la ofrenda mortuoria, sin el cual los muertos nunca podrían llegar hasta el Mictlan. Se trataba de un perro bermejo que tenía atado al cuello un hilo de algodón y al cual nombraban con el nombre del difunto Xólotl. Sólo nadando encima de él, los muertos podían cruzar el rió Chiconahuapan. Antes de llegar al Mictlan, los teyolías debían pasar por nueve lugares de muy difícil tránsito que se encontraban en niveles debajo de la tierra, y situados hacia el lado norte, en los que siempre había un viento frío que arrastraba piedras y plantas espinosas. Según el Códice Vaticano Latino, citado por López Austin, los lugares recibían los siguientes nombres: “la tierra”, “el pasadero del agua”, “el lugar donde se encuentran los cerros”, “el cerro de obsidiana”, “el lugar del viento de obsidiana”, “el lugar donde tremolan las banderas”, “el lugar donde es muy flechada la gente”, “el lugar donde son comidos los corazones de la gente”, y “el sitio de obsidiana de los muertos” o “el sitio sin orificio para el mundo”. Al llegar al “sitio de obsidiana de los muertos” las almas se destruían completamente, después de que el muerto “veía” a sus antepasados.
Las versiones acerca de cómo era el Mictlan son contradictorias. A veces se le describe como un lugar infértil, oscuro y donde nunca podía encenderse el fuego, pleno de dolor, sufrimiento e insoportablemente hediondo. Otras, se dice que se trataba de un lugar en que “las tinieblas eras disipadas cada noche, cuando el Sol recorría su camino nocturno bajo la tierra y alumbraba a los muertos”, según López Austin.
A los ochenta días de muerto el difunto, se quemaban ofrendas otra vez; después cuando habían pasado uno, dos, tres y cuatro años, tiempo en el cual los teyolías habían logrado llegar al Mictlan. Con ello se daban por terminadas las exequias.
Continuará…