El devenir y los aconteceres históricos propiciaron que nuestro México prehispánico fuese invadido por españoles conquistadores que ultrajaron el territorio durante la primera mitad del siglo XVI. Este hecho originó sustanciales e importantes cambios en las culturas indígenas; cambios que afectaron muy diversos aspectos de las mismas, alterando sobremanera la religión y la cosmogonía de los naturales de estas tierras americanas. Los frailes franciscanos, resueltos e imbuidos de fanatismo cristiano, comenzaron prestos sus tareas evangelizadoras implantando sus ideas por medio de canales de la más diversa índole; entre los cuales destacaron la música, la danza, el canto y el teatro. Todas estas manifestaciones fueron introducidas dentro del contexto en que en la misma España se efectuaban y con el mismo carácter ideologizante. Es decir, se dieron a conocer a los indígenas dentro del marco de las festividades del calendario católico que comprendía el nacimiento y la muerte de Cristo, así como el variado santoral del cual se desprendían los santos patronos de los barrios, pueblos, ciudades y gremios recién fundados en la Nueva España.
La instauración de las fiestas religiosas fue relativamente fácil, dado que ya existía el basamento ideológico sembrado en la conciencia de los indios durante siglos en que habíanse llevado a cabo, a lo largo de los dieciocho meses con que contaba el calendario mexica, festividades en honor de sus múltiples y variados dioses y diosas, bien sea para laudarlos o para obtener salud, buenas cosechas o éxito en la caza o en la pesca. Solíanse celebrar dichas festividades con música, danzas, juegos, representaciones teatrales y sacrificios humanos. La dirección corría a cargo de los sacerdotes y asistían a ellas los sectores más representativos de la población, desde los guerreros, comerciantes y campesinos, hasta los artesanos más destacados en sus especialidades. A este respecto la Enciclopedia de México consigna:
En las fiestas solemnes y públicas, el número de danzantes se contaba por millares; en ciertas ocasiones bailaba aun el señor y, según los casos, los sacerdotes, los guerreros, los mancebos, las mujeres y las doncellas consagradas al templo, ya sea mezclados o separados. Durán, en su relación sobre los bailes, escribe, que había uno que se llamaba “el cosquilleo o la comezón” como en los bailes indígenas actuales.
Aparte del gusto natural y propiciado que los antiguos mexicanos tenían por las fiestas, el cristianismo fue no con demasiada dificultad aceptado por ellos debido a que, como en casi todas las religiones antiguas, existían similitudes teológicas impresionantes y que saltaban a la vista del más obtuso, las cuales los frailes evangelizadores supieron aprovechar al máximo. Baste recordar la fecha del nacimiento de Cristo y su inmaculada concepción, y la del dios Huitzilopochtli, para entender porque pudo ser comprendida por los naturales la Natividad del Señor y sus circunstancias un tanto cuanto mágicas.
En apariencia las fiestas tradicionales de los mexicas desaparecieron al impacto de las que impusieron los europeos vencedores, aun cuando algunas sufrieron un proceso de sincretismo en el que se amalgamaron ciertos rasgos de la religión antigua con la nueva, para dar inicio a un híbrido festivo que ya no era totalmente indígena ni español. Se trataba de algo diferente que venía a modificar concepciones antiguas y a crear, lo que con el paso del tiempo, se convertiría en el patrimonio pluricultural de nuestro país.
Cuando la celebración de la Cruz de Mayo llegó a los lares mexicas ya tenía tiempo que se efectuaba en la vieja España, donde era costumbre que se pusiese una cruz profusamente adornada con flores en lo más alto de las casas. Además de que la gente salía en procesión y asistía a toda la parafernalia que exigía la liturgia católica, como misas, rezos y devociones, para después, por la noche, dedicarse a los placeres del canto, el baile y la música, sobre todo en la provincia de Andalucía, que en este mes de plena primavera, abundaba en flores de todo tipo: nardos, azahares, clavellinas, azaleas.
Llegada la fiesta en los primeros tiempos de la Traza colonial, cuando los edificios más importantes, iglesias, palacios y ayuntamientos, estaban en plena construcción, las cruces floridas fueron colocadas a instancias de los albañiles en la parte de arriba de los inmuebles inacabados. Aunque la fiesta de la santa Cruz inicialmente la solemnizaban tanto el gremio de los albañiles como el de los talabarteros, terminó siendo exclusiva de los primeros.
Es muy posible que la festividad se celebrase en México ya desde los tiempos de fray Pedro de Gante, lego franciscano nacido en Bélgica, hacia finales de 1526 o principios de 1527. Desde entonces, los indígenas la adoptaron como parte de sus festividades rituales a las que, como ya hemos visto, eran tan proclives. Obviamente la imagen de la cruz fue fácilmente aceptada por los indios: para ellos representaba el fuego, y por ende el Sol y su mensajero, Quetzacóatl (en cuyo culto se empleaban braseros que tenían incluso perforaciones en forma de cruz). (Cf. Weckmann: 1994.296).
En la Nueva España la fiesta de la Santa Cruz era una de las mayores de la Iglesia, pertenecía a las denominadas de tabla, y a ella debían acudir el virrey y la Real Audiencia. El gremio de albañiles la organizaba y sufragaba los gastos, que no eran pocos, pues así lo estipulaban las Constituciones de la Cofradía. La víspera del día de la Santa Cruz, se efectuaban los arreglos pertinentes y se decoraba la cruz con flores, joyas, tela y demás ornamentos que dictara el buen gusto. Al día siguiente se oía misa de réquiem, y el obispo de Catedral decía una homilía exaltando los méritos religiosos de la cruz donde muriera Nuestro Señor. La ceremonia incluía misas cantadas, novenarios, letanías, ofrecimientos de ceras y luminarias. Los mayordomos y mayorales presidían esta liturgia que se llevaba a cabo en la propia capilla que los agremiados tenían en la Catedral, situada cuatro capillas después al lado de la del Evangelio y dedicada a la Virgen María. Se denominaba Capilla de los Albañiles. En un principio estaba destinada a albergar los restos mortales de aquellos que habían construido la iglesia.
Además, se realizaba una procesión a la que era obligación que asistiesen todos los gremios, so pena de ser multados con treinta pesos o treinta días de cárcel. En cambio la puntual asistencia a la fiesta, hacia posible la obtención de indulgencias plenarias o parciales.
Una vez terminadas las ceremonias religiosas, los agremiados se reunían a gozar de un buen banquete –antecesor de la comida de los albañiles actuales, cuyos brindis se prolongaban hasta muy entrada la noche, con sus respectivas fatales consecuencias al día siguiente. Dicha comilona tenía como finalidad propiciar la convivencia fraternal y la cohesión del gremio y la cofradía. Como diversiones mundanas solía haber danzas, juegos artificiales, palo ensebado, música de tambor y chirimía, “árboles de fuego” (castillos), toritos y corridas de toros. La ciudad virreinal estaba plagada de cruces en sus calles que también se adornaban en su día. Luis González Obregón nos dice:
Había cruces rematando torres de los templos y las cornisas de las casas; las había en las claves de los marcos de las puertas, en los muros, en bajo y en alto relieve y figuradas en todos los aplanados; unas sencillas y otras decoradas con las insignias de la Pasión de Cristo, a saber: la escalera, el gallo, la lanza, los clavos, el inri, la esponja, el farol y la corona de espinas.
También había cruces en las esquinas o ángulos de los edificios, pintadas algunas, como la Cruz Verde, que dio nombre a una calle; y las había, en fin, en los nichos, en los centros de las plazas como la Cruz de Tlatelolco, y en los cementerios de las iglesias y de los conventos, sobre los bordos que limitaban los atrios o sobre los pedestales que los sustentaban. (González Obregón: 1991.36).
Sin olvidar la Cruz de Mañezca situada en la barda de Catedral hasta el siglo XVII y que después se pasó al cementerio del Sagrario; la Cruz de los Tontos, cerca de Catedral, hacia el Portal de Mercaderes; la Cruz de Cachaza en la esquina de la ex-Universidad, en la Plaza del Volador, junto a la cual se ponían los cadáveres de los pobres y se pedía limosna para poder enterrarlos; y la del atrio de la iglesia de Jesús Nazareno, famosísima en el siglo XVII, porque en ella se cometió un crimen que causó alboroto en la sociedad de la época.
Tal pareciera que la capital no fuera la Ciudad de los Palacios, sino la Ciudad de las Cruces, tal cantidad había de ellas.