Hoy se fue García Márquez a Macondo. Volvió a saludar a Úrsula, volvió a comprobar que el tiempo se mueve en círculos, volvió a las calles donde dormía en las bancas y andaba en chancletas de hule. Él no nació en México, pero decidió vivir en este país desde los sesenta y nos dejó la leyenda de una calle y una mesa en San Ángel en donde escribió el texto que le iba a hacer ganar el Premio Nobel en 1982, así que puedo hablar de él porque es parte de nuestra mexicanidad.

Hay que dejarlo ir al cielo entre las sábanas blancas que se llevaron a Remedios y entre veladoras encendidas. También entre palabras, aunque ninguna construcción literaria, ningún texto le harán justicia. Sólo quiero decir: él fue nuestro. Desde allá, desde los sesenta cuando empezó a ser leído y muchos de nosotros éramos jóvenes y nos maravillamos con las historias que contaba siempre diferentes y siempre las mismas en sus novelas.
Sus palabras nos dejaban la espalda llena de la humedad del caribe, y los oídos atarantados con los sonidos que eran español, parecían español, pero no estaban hechos para nuestras orejas mexicanas, a las que les falta la clave. Nosotros oímos preferentemente en tres cuartos. Sin embargo, adoramos el ritmo que García Márquez propuso entre mariposas amarillas y el ángel que se cayó de pronto en una casa.
Muchos hicimos el árbol genealógico de los Buendía. El mío estaba en unas hojas de papel calca rosas que no sé de dónde saqué y que atesoré hasta su desaparición. Hojas de cartas de amor y Aurelianos. Nada como zambullirse en esos mares garciamarquescos y ahogarse y despertarse al otro día entre el cemento y el olor a gasolina, preguntándose cuál de las dos era la realidad verdadera y cómo encajaba una en cualquiera de ellas.
En su Vivir para contarla, él confesó tener mala ortografía. Yo tuve una crisis que me dura hasta la fecha. Porque es absolutamente real su grandeza como creador y yo fijándome en las comas y los acentos. Lo mismo le ha de haber pasado a Lope, le ha de haber importado un comino cometer una falta de ortografía de camino a la inmortalidad.
Quiero con los diez dedos de las manos decirle adiós, del teclado al aire, del aire al oscuro espacio de lo que creemos que es la muerte. Quiero agitar la mano y que él se vaya elevando y nos vaya viendo a todos desde arriba hacernos chiquitos y más chiquitos, mientras él sonríe y se pierde en el misterio y se le ocurre cómo podría escribir eso, cómo podría transformarnos en personajes mágicos que se despiden minúsculos en el momento en que él se hace infinito.
Fuente de la imagen: EFE/Archivo/Eduardo Abad