La compuesta de flores maravilla, Divina protectora americana, Que a ser se pasa Rosa Mexicana, Apareciendo Rosa de Castilla.
Con esta cuarteta nos describe Sor Juana Inés de la Cruz a la virgen más venerada por los mexicanos. Este hecho no puede ser menos cierto, pues aunque nuestro país cuenta con una amplia diversidad cultural que se manifiesta en tradiciones propias e inherentes a cada grupo étnico y social, el culto a la Virgen de Guadalupe sobre pasa cualquier frontera, para convertirse en un símbolo de identidad mexicana.
Desde la primera aparición de la Virgen, Patrona de México, en el año de gracia de 1531, el pueblo creyó en ella y la adoptó como su madre protectora, ya sea por la repercusión ideológica de sus apariciones y milagros, o porque satisfacía la necesidad popular de agruparse en torno de una imagen salvadora que protegiera, de manera espiritual, si no de facto, a los recién sometidos y sojuzgados indígenas.
En 1521, México fue conquistado dos veces por los españoles. La primera conquista empleó las armas y el exterminio cruel y bárbaro; la segunda, tuvo como objetivo ideológico ganar las almas de los indígenas, en aras del engrandecimiento de la religión católica a la que venían a sumarse los creyentes de un nuevo continente. Casi al mismo tiempo que llegaron las botas españolas a horadar nuestro suelo, lo hicieron las humildes sandalias de doce frailes franciscanos dirigidos por fray Martín de Valencia, para iniciar el proceso de catequización de los indios y atraerlos a la fe católica.
Es curioso que la religión católica y la indígena guardasen ciertas similitudes que facilitaron, hasta cierto punto, la campaña de catequización, sobre todo en lo que respecta a la religión mexica, grupo que en el momento de la conquista imperaba en la mayoría de los grupos mesoamericanos, excluyendo a los p’urhépecha, quienes siempre defendieron su autonomía. A saber, la observancia de fiestas rituales durante el año dedicadas a los dioses; ritos semanales y diarios como parte de la liturgia; una cierta comunión eucarística; el bautismo y el agua con carácter sagrado; la noción simbólica de la cruz; la concepción de un dios –Cristo y Huitzilopochtli- por parte de una doncella virgen; la idea mitológica de una mujer primoginia -Eva y Cihuacóatl-; la presentación al templo de los niños recién nacidos; la costumbre de ayunar; la ejecución de sacrificios personales sagrados; las procesiones con incienso (copal para los indios); la confesión premortuoria; y otras muchas semejanzas más que sobra mencionar.
Todas estas coincidencias religiosas facilitaron la propagación y aceptación del cristianismo por los indígenas; a la vez que posibilitaban que ciertos elementos de la religión católica se amalgamaran con los autóctonos, o que estos últimos se ocultaran bajo el concepto y la apariencia de los primeros. De ahí que muchos sacerdotes indígenas escondieran, bajo cruces y altares, a numerosos ídolos de su veneración; artimaña que aún podemos encontrar en algunas zonas campesinas indígenas en una extraña mezcla de características birreligosas. Así pues, muchos dioses “paganos” siguieron adorándose en las efigies de los santos y las vírgenes recién llegados. Por ejemplo, Telpochtli, otro nombre de Tezcatlipoca, dios creador personificador del cielo nocturno, fue venerado como Juanitzin. En otras comunidades fue el dios Tláloc, dios de la lluvia y señor del Tlalocan, al que se adoró en la imagen de San Juan Bautista y de San Isidro Labrador, ambos relacionados con el agua. La abuela de todos los dioses aztecas, Toci, se convirtió en Santa Ana, la madre de la Virgen María. Y qué decir de Huehuetéotl, quien se transformó en San Simón y San José, a quienes la dulzura del idioma náhuatl rebautizó con los nombres de Ximeótzin y Xoxepétzin, agregando a sus nombres la partícula reverencial –tzin. La diosa florida Xochiquetzal se sincretizó con la tlaxcalteca Virgen de Ocotlán, y aun el mismo Jesucristo, hombre de carne y hueso convertido en dios por el sufrimiento y el sacrificio, se identificó con el histórico y legendario Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl, y con el invisible e imposible de representar, dios supremo de los mexicas, conocido con el nombre de Tloque Nahuaque.
Es por ello que no ha de extrañarnos que, mucho antes de la invasión hispana, el concepto de la diosa madre protectora y venerada por los indígenas se encontrara ya en la religión mexica. En el mismo lugar que hoy conocemos como la Villa de Guadalupe, en la Ciudad de México, se reverenciaba, en la parte más alta del Cerro del Tepeyac, cuyo nombre significa en náhuatl “nariz o punta de la sierra”, a la diosa Tonatzin, Nuestra Madre, quien simbolizaba las fuerzas femeninas de la fertilidad, y quien compartía esta característica con otras diosas a quienes los cronistas a veces confundieron con ella o la tomaron como advocaciones de la misma diosa. Entre ellas estaban Cihuacóatl, la Mujer Serpiente, diosa de la tierra que regía el parto y la muerte en él; Coatlicue, la de la Falda de Serpientes, madre de los dioses del panteón azteca, diosa de la tierra asociada a la primavera; Toci, Nuestra Abuela, corazón de la tierra y patrona de la medicina y las hierbas medicinales; finalmente, estaba Chicomacóatl, Siete Serpiente, diosa de las cosechas asociada de manera directa con el maíz, a quien los indígenas estaban eternamente agradecidos porque les había enseñado el arte de hacer tamales y tortillas, alimentos básicos en la dieta de los indios, y de carácter sagrado, toda vez que se empleaban en casi todos los ritos y festividades del amplio mundo de los dioses.
Tonatzin era una diosa muy bella, de falda y huipil blancos; sus negros cabellos los trenzaba a manera de dos cornezuelos que le quedaban a cada lado de la cabeza. Este hermoso peinado era imitado por las mujeres mexicas, pues era creencia común que así lograban una mayor fertilidad. En su advocación de Teteoinan, otro nombre de la diosa madre, presentaba los labios abultados con hule, en cada mejilla tenía simulado un agujero, llevaba un florón de algodón, orejeras de azulejo y mechón de palma; su alba falda se adornaba con caracoles y sus sandalias eran de oro puro.
A esta múltiple diosa Tonatzin se le adoraba en un santuario del cual no conocemos con certeza cómo era. Sin embargo, dada la importancia que tenía, debió de haber sido de dimensiones considerables y ricamente engalanado. El Códice Teotinatzin, manuscrito pictográfico en papel europeo que data del siglo XVIII y que perteneciera a Lorenzo Boturini, sólo nos informa de una serranía en cuya capilla, en la parte superior, podía verse la representación de dos diosas: Chalchiuhuecitl y Tonatzin, a las que ahí se adoraba. Fray Bernardino de Sahagún en su obra Historia General de las cosas de Nueva España nos informa que había un monte que se llamaba Tepeác, que los españoles llamaron Tepeaquilla, donde había un templo dedicado a Tonatzin y al que acudía gente de varios lugares lejanos a reverenciarla “… y traían muchas ofrendas, venían hombres y mujeres… y todos decían vamos a la fiesta de Tonatzin; y ahora que está ahí edificada la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe también la llaman Tonatzin”
La fiesta se realizaba con ofrendas de muchas flores, tamales, tortillas, pulque, chocolate espumoso y copal, que depositaban en su altar. Asimismo se ejecutaba música con la que todos bailaban y entonaban himnos en su honor, como el que a continuación reproducimos dos estrofas:
Amarillas flores abrieron la corola:
Es nuestra Madre, la del rostro de máscara
¡Tu punto de partida es Tamoachan!
Es nuestra Madre, Mariposa de Obsidiana.
Oh, veámosla:
En las nueve llanuras se nutrió con corazones de ciervos.
¡Es Nuestra Madre, la Reina de la Tierra!
¡Oh, con greda nueva, con pluma nueva está embadurnada!
A decir de fray Juan de Torquemada en su Monarquía Indiana, esta diosa tan querida solía aparecérseles a los indios en forma de una jovencita vestida de blanco, para revelarles cosas secretas. En este santuario, los frailes evangelizadores erigieron una modesta ermita en el año de 1528, con el fin de aprovechar los cimientos ideológicos ya existentes y contrarrestar la adoración a Tonatzin. En dicho templecito que tomó el nombre de Ermita de los Indios, estaba la virgen representada de bulto, exactamente igual a la española que se encontró a orillas del río Guadalupe y que se veneraba, desde principios del siglo XVI, en su santuario cerca de Cáceres en la región de Extremadura, España. La imagen de la ermita mexicana fue sustituida por una pintura en fecha que nos es desconocida y que no tiene nada que ver con la impresa en el lienzo de Juan Diego.
La virgen española, advocación original de la Virgen de la Concepción, fue la preferida del ambicioso Hernán Cortés, quien la ostentaba orgullosamente en sus pendones o banderines.
La leyenda de la virgen extremeña es muy similar a la creada alrededor de la mexicana. En ella se nos cuenta que al pie de las montañas, la virgen se le apareció a un pastor llamado Gil Cordero, a quien su oficio obligaba a llevar a pastar su ganado a la campiña. La madre de dios le pidió a Cordero que hiciese los trámites necesarios a fin de conseguir que las autoridades eclesiásticas le edificasen un templo donde se la adorara. El pastorcito realizó lo encomendado por tan santa señora y la petición se cumplió satisfactoriamente.
En cuanto al significado del vocablo Guadalupe, los filólogos no han llagado a un acuerdo unánime. Para unos quiere decir “río de lobos”; para otros, “fuente de luz”; y para los menos, “fuente del corazón, del juicio o de la médula”. Además, para algunos nahuatlatos la palabra Guadalupe podría derivar del náhuatl cuatlaxopeuti o cutlalopeuh, cuya significación sería “la que pisotea o ahuyenta a la serpiente”, tal vez aludiendo a Quetzalcóatl. Sin embargo, esta última interpretación resulta bastante improbable. Lo que sí es un hecho es que se trata de un vocablo árabe que designa al río que corre cercano a la capilla de la virgen española, quien fungió como basamento evangelizador y llegó a sincretizarse con la Tonatzin indígena.