En la sociedad mexica cuando un niño nacía lo primero que hacían los padres era llamar al tonalpouhque, adivino, para que les dijera el signo del día y el destino del recién nacido. Preguntaba la hora del nacimiento y consultaba sus libros para encontrar el signo que le correspondía; indagaba el adivino si el nene había nacido de día o de noche o pasada la media noche o antes de la misma, a fin de determinar qué día le correspondía exactamente. Si nacía justo en la medianoche le correspondían los signos de ambos días: el de antes y el de después de la medianoche. Ya determinado el signo y las casas al que correspondía, anunciaba si el signo del día era afortunado o no lo era, si era fausto o nefasto. Si se trataba de un signo fausto, el tonalpouhque les decía a los padres: En buen signo nació vuestro hijo; será señor, o será senador, o rico, o valiente hombre, será belicoso, será en la guerra valiente y esforzado, tendrá dignidad entre los que rigen las cosas de la milicia; será matador y vencedor. En cambio, si la criatura había nacido con mal signo, decía: No nació en un buen signo el niño, nació en signo desastrado, pero hay alguna razonable casa que es de la cuenta de este signo, la cual templa y abona la maldad de su principal. El siguiente paso consistía en señalar el día en que el infante debía de bautizarse, cuatro días después.
Pero si el signo del nacido era tan nefasto que de plano no había casa que lo remediara, el adivino prefería estas palabras: Lo que acontecerá a esta criatura es, que será vicioso y carnal y ladrón, su fortuna es desventurada: todos sus trabajo y sus ganancias se volverán en humo, por mucho que trabaje y atesore, o por ventura será perezoso y dormilón. A estos infortunados niños no los bautizaban al cuarto día, sino en algún día más o menos favorables de los días de los que se cuentan en las doce de las casa a partir del signo del nacimiento.
Después que el tonalpouhque terminaba con sus pronósticos, los padres del niño le regalaban con animales, comida y bebida, y algunas mantas, y se aprestaba para preparar la ceremonia del bautizo. Se elaboraba con masa de amaranto un escudo, un arquito y flechitas que simbolizaban los puntos cardinales. Al amanecer llegaba la partera y al salir el sol pedía que le llevaran un cajete con agua y cargaba al niño en brazos; con la cara dirigida hacia el occidente la mujer decía: ¡Oh águila, oh tigre, oh valiente hombre, nieto mío!, has llegado a esta mundo, hate enviado tu padre y tu madre, el gran señor y la gran señora. Tú fuiste criado y engendrado en tu casa, que es el lugar de los dioses supremos del gran señor y de la gran señora que están sobre los nueve cielos; hízote merced nuestro hijo Quetzalcóatl, que está en todo lugar; ahora júntate con tu madre la diosa del agua que se llama Chalchiuhtlicue y Chalchiuhtlatónac. La partera se mojaba los dedos con el agua y mojaba los labios del bebe, después le tocaba el pecho con los dedos, y procedía a echarle agua sobre la cabeza, lavaba el cuerpo entero del niño y lo levantaba hacia el cielo por cuatro veces. Todo lo que hacía estaba acompañado de oraciones dirigidas a los dioses del agua, del sol y de la tierra, y le entregaba las figuras diminutas hechas con la masa de amaranto: el escudo, el arco y las flechas, y le ponía el nombre que se le había escogido.
Al término de la ceremonia, los chiquillos del barrio entraban a la casa del recién bautizado y gritaban: –¡Oh Yáotl, oh Yáotl (o cualquier otro nombre escogido), vete hacia el campo de las batallas, ponte en el medio donde se hacen las guerras!¡Oh Yáotl, tu oficio es regocijar al sol y a la tierra, y darlos de comer y beber; ya eres de la suerte de los soldados que son águilas y tigres… Y de esta suerte seguían para después deleitarse con la comida que se les ofrecía y que se llamaba “el ombligo del niño” y que ellos “robaban” de la casa, como representantes de la guerra que figuraban ser.
Si la bautizada era niña, las figuras que se le hacían eran una petaquilla, un huso, una lanzadera y una rueca: miniaturas de los instrumentos para hilar que usarían por toda la vida. Asimismo, se le confeccionada un huipilito y un enredo pequeño. Todos los objetos se colocaban en el patio cerca del apaztli en que la iban a bautizar. Se levantaba a la niñita hacia el cielo y se le ponía agua con el dedo en los pechos y la partera decía: –He aquí con qué has de reverdecer y crecer, la cual despertará y purificará, y hará crecer tu corazón y tus hígados. Y cuan se le echaba agua en la cabeza decía: -¡Hija, recibe a tu madre Chalchiuhtlicue. Esta es tu madre y padre, de todas nosotras, que se llama Chalchiuhtlicue, tómala, recíbela en la boca; esta es con que has de vivir sobre la tierra.
En seguida, procedía a lavarle las manos a la niña para que nunca robara, el cuerpo y las ingles para que no fuera inclinada a la sexualidad, acciones que ejecutaba siempre orando a los dioses; terminada esta tarea, la niña se envolvía en mantas y se la colocaba en su cuna al tiempo que decía la partera: –¡Tú que eres madre de todos, que te llamas Xóchitl, que tienes regazo para recibir a todos: ya ha venido a esta mundo esta niña, que fue criada en lo alto, donde residen los dioses soberanos sobre los nueve cielos…
En esta tónica seguían los discursos de la mujer hasta que daba término la ceremonia, el tlacozolanquilo, que significa la colocación de la niña en la cuna. Poco después los invitados, muy satisfechos por el bautismo, se dedicaban a gozar de la comida y bebida, compuesta de diferentes guisados, entre ellos diversas clases de moles, y del maravilloso octli, el regalo de los dioses.