Hace muchos años, había una caverna donde siete sacerdotes erigieron un templo dedicado al dios del Trueno, del agua y de la lluvia. Cada que era necesario, los sacerdotes se reunían para efectuar las labores necesarias de cultivo de la tierra: rozaban, sembraban y luego procedían a cultivar las matas de maíz. Cada que se reunían, los sacerdotes oraban a las deidades, y les cantaban himnos, siempre dirigidos hacia los cuatro puntos cardinales. Siete eran los cantos, siete las oraciones, lo que multiplicado por los cuatro rumbos sagrados daba como resultado veintiocho, número igual a los días del calendario lunar. Dentro de la caverna, los sacerdotes llevaban a cabo una ceremonia que consistían en tocar un enorme tambor, arrastrar cueros secos por el piso del recinto y arrojar flechas con fuego hacia el Cielo. Al poco rato de llevar a cabo el ritual, se producían terribles truenos y relámpagos que asustaban a todos los amínales de la tierra y de las aguas. En esos momento llovía a cántaros, y los ríos Papaloapan y Huitzilac se llenaban tanto que a veces se desbordaban y arrasaban con la naturaleza. A mayor ruido del tambor, mayores eran los truenos, y mientras más arrastraban los sacerdotes los cueros, más fuerza agarraba la lluvia.
Pasó el tiempo, pasaron cientos de años. El lugar se pobló con nuevas personas que traían sus propias costumbres y su especial religión. Era gente que llegó por el Mar de Turquesas, que ahora se conoce como el Golfo de México. Dichas personas siempre estaban alegres y sonrientes, quizá porque se encontraban en tierras tropicales propicias para vivir sin sobresaltos y donde la vegetación era hermosa y el cultivo fácil. La caza no presentaba un problema, pues era abundante, los ríos proporcionaban agua suficiente. Todo era hermoso u fácil.
Se asentaron cerca de la cueva, y dieron a su nuevo hábitat el nombre de Totonacapan, y se autodenominaron totonacas. Todo iba bien, salvo que los siete sacerdotes no estaban conformes con la llegada de esos extranjeros invasores, y presto acudieron a la cueva sagrada. Al llegar, dieron inicio al ritual del dios del trueno: tocaron fuertemente el tambor, arrastraron los cueros y lanzaron las flechas encendidas. Inmediatamente se puso a relampaguear, tronar y una tremenda lluvia se desató. Los totonacas cuando se dieron cuenta de que tales males provenían de los rituales de los sacerdotes, los metieron en un bajel con provisiones y aguas suficiente y los echaron en el Mar de las Turquesas.
De los siete sacerdotes nunca más se supo, nunca se les vio más. Pero sus ritos desataron fuerzas desconocidas que no pudieron parar los totonacas. Cada determinado tiempo las fuerzas del dios del Trueno se desataban y los indios debían rezar, implorar y ofrendar al dios, a fin de apaciguarlo debidamente. Pasado un cierto tiempo, en el mismo lugar donde se encontraba la cueva y el templo al dios del trueno, los totonacas fundaron la ciudad del Tajín, la Ciudad de las Tempestades, que tiene exactamente tres cientos sesenta y cinco nichos, como trescientos sesenta y cinco días duraron los ruegos al Señor del Trueno.