En la cultura maya el jaguar, balam, ha estado presente en toda la cosmovisión regidora de la vida de los antiguos y aun de los actuales indígenas. Se le ha connotado como el símbolo del poder político-religioso, regidor del tiempo, soberano del Inframundo y de la Noche. Cuando el Sol se introduce en el mundo de los descarnados, el felino sagrado deviene Balanké: el Sol-Jaguar de los k’ekchís. Por su capacidad de volver a resurgir al mundo de los vivos, se le consideró como un animal psicopompe, guía de las almas de los hombres cuando morían y emprendían su camino al más allá.
Uno de los dioses mayas más venerados del plano terrestre fue el jaguar, deidad del número siete y del día akbal, cuya connotación se remitía a la noche, a la oscuridad, equiparable a Tepeyólotl, Corazón de la Montaña, cuya piel simbolizaba la bóveda del Cielo de Estrellas. En la mitología maya encontramos a los cuatro jaguares, bacao’ob en plural, como actores importantes de la creación del universo: Balam Quitzé, Jaguar de Fuego; Balam Acab, Tigre Tierra; Mahucutah, Tigre Luna; e Iqui Balam, Tigre Viento. También nombrados Hobnil, Cantzicnal, Saccini y Hosanek, según el Chilam Balam. Hijos de la diosa Ixchel y de Itzamná, el dios Creador, sostenían el Cielo en cada una de las esquinas de las cuatro direcciones sagradas, para evitar que cayera. Se libraron de tal carga cuando el mundo se acabó a causa de un diluvio que todo destruyó. A cada uno correspondía un punto cardinal y un color: el bacab del norte era blanco; el del sur, amarillo; el del este, rojo; y el del oeste negro; además, estaban asociados a un día de los cuatro anteriores al final del año. Los bacabob habitaban las entrañas de la Tierra, y los lugares acuosos como los depósitos de agua de la naturaleza. Cada uno de los bacabob se identificaba con un amuleto: una tela de araña, un caparazón de tortuga y dos clases de concha.
Los mayas antiguos creían que los uay balam, hechiceros con forma de jaguar, protegían las cosechas y los campos en general, por lo cual fueron acreedores a rituales de culto propiciatorio; a estos balames se les conoce con el nombre de balam-col; aun hoy en día los campesinos mayas creen en su protección. Los uay balam se aparecen por las noches a los humanos, a quienes enferman de espanto, enfermedad terrible que provoca diarrea, desgano, vómitos, y pérdida del sueño. Se cree que su aspecto corresponde a viejos horribles de larga barba y sombreros de ala muy ancha; calzan sandalias y visten túnicas; son aficionados al tabaco, cuando los balames tiran las colillas de sus cigarros, las personas las perciben como estrellas fugaces. Si no se les coloca su ofrenda en las milpas, montan en cólera y castigan a los campesinos olvidadizos. Tales ofrendas consisten en jícaras con saká, bebida de maíz. A los balames que cuidan no las milpas sino los pueblos, se les llama balam-cahob, o canan-cahob. “guardianes de los pueblos”. Los balames suelen ir armados con los piliz-dzoncab, piedras de obsidiana, que arrojan a sus enemigos empleando los dedos para impulsarlas, piedras que los curanderos atesoran porque son muy útiles para realizar sangrías curativas. Los balames ayudan a los niños perdidos chiflándoles; cuando aparecen si por casualidad llegan a ver al balam que les chifló, los niños devienen, de por vida, hombres muy excéntricos.