Al llegar los españoles conquistadores a México en el siglo XVI, trajeron con ellos la idea imperante en la España de la época, de morir en orden religioso; es decir, el concepto del buen morir predominó, y fue sumamente importante durante todo el período virreinal. Para prepararse a buen morir, se publicaron muchos manuales para alistarse espiritualmente y ayudar al alma a quedar libre de pecado. Consistía dicha preparación en practicar meditaciones y reflexiones que ayudasen al hombre a quitarse el miedo a morir, y a concientizarlos de lo terrible que sería el hecho de que al morir el destino fuese el Purgatorio o el Infierno. Además de las meditaciones, debían llevarse a cabo diarias y continuas prácticas religiosas.
Los manuales del buen morir empezaron a aparecer en la Nueva España desde finales del siglo XVI, y abarcaron casi hasta el término del XVIII. Fueron redactados, sobretodo, por padres jesuitas pertenecientes a la Compañía de Jesús, Fundadora de la Congregación de la Buena Muerte, asociación dedicada, exclusivamente, a preparar a sus congregados a morir bajo los preceptos religiosos. Los temas recurrentes de estos manuales eran reflexiones en torno a la muerte corporal y su significado de liberación de las penas y sufrimientos que la vida conlleva irremediablemente; al morir, los pesares se terminan y se alcanza la gracia del Señor y con ella, la vida eterna. Por tanto, había que morir libre de pecado para no temer a la muerte.
Los manuales siempre terminaban aludiendo a la lucha entre el Bien y el Mal por llevarse el alma del moribundo. El Bien estaba representado por un ángel y el Mal por el Demonio. El ángel tenía a su cargo hablarle al agonizante sobre las bondades divinas del Buen Dios; mientras que el Demonio alababa lo maravilloso que resultaba pecar y lo invitaba a sucumbir a los placeres y disfrutar de los bienes materiales desenfrenadamente.
Estos libritos aconsejaban efectuar la necesaria confesión y comunión como un acercamiento espiritual con el señor. Ma. Concepción Lugo nos aclara:
Las indulgencias y la indulgencia plenaria que el Concilio Tridentino decidió que se conservaran eran otro recurso con el que los pecadores podían contar para acortar y aun evitar la estancia en el Purgatorio; gracias a la primera, según cánones antiguos, se concedían 40 días de perdón, en tanto que la indulgencia plenaria equivalía a la remisión de todas las penas. Con tanto pecador como siempre ha existido, ambas indulgencia tuvieron tal éxito que se imprimieron libros especiales destinados a difundir los tipos de indulgencias que existían, nombres de los pontífices que las habían otorgado y lo más importante es que señalaban qué se debía hacer para alcanzarlas…De esta manera las indulgencias se convirtieron, Según San Ignacio de Loyola, en un rico tesoro para los que buscan el amor de Dios y el Cielo.
Ejemplo de estos famosos manuales es el libro debido a la pluma de Juan de Palafox y Mendoza titulado Suspiros espirituales, descansos del alma y jaculatorias devotas para disponer la vida a una buena muerte a los que salen de la vida, editado en la ciudad de la Puebla de los Ángeles, en el año de 1671.
Por otra parte, la Colonia abunda en textos o libros de exequias que describen cómo debían llevarse a cabo los ceremoniales de la muerte. Estos libros los empleaban principalmente los clérigos y los integrantes de la clase alta. Escritos la mayoría de las veces en latín, informaban sobre la liturgia y el ritual religioso que debía llevarse a cabo cuando se estaba en trance de morir; a saber, la confesión de los pecados cometidos; la absolución, acto con el cual el sacerdote, investido de la necesaria jurisdicción, perdona los pecados; la aplicación de los santos óleos, quinto de los sacramentos, promulgado por el Apóstol Santiago en su Carta (Jac. 5,14-15), cuya materia es el aceite de oliva consagrado por el obispo el Jueves Santo, y también conocido como extremaunción; y la bendición de la sepultura.
Por otra parte, los libros de honras, como eran llamados estos manuales en la España de la época, estaban destinados a determinar el protocolo ante una defunción y a recordar a los vivos la necesidad de seguir, al pie de la letra, los preceptos cristianos. Por tanto, los parientes del difunto, una vez que se había efectuado la extremaunción, colocaban un crucifijo en las manos del moribundo, y al lado de la cama una candela denominada “jueves santo”. Ya que moría, los miembros de la asociación mortuoria a la que pertenecía, le lavaban el cuerpo, lo vestían con sus mejores ropas, le cerraban los ojos, le cruzaban las manos sobre el pecho, le ponían en el féretro, y colocaban cirios en los cuatro extremos de éste. El deceso lo anunciaban las campanas de la iglesia con un toque de agonía, cuyo sonido variaba si se trataba de un hombre o de una mujer. Por la noche se llevaba a cabo el velorio, que duraba toda la noche. Al otro día, llegaba el sacerdote y cantaba unos responsos por el alma del difunto; hecho lo cual, daba inicio el funeral, rito que consistía en levantar el cadáver de la casa del difunto y trasladarlo a la iglesia, acompañado del canto del Miserere (Salmo 50) y de otros salmos. Al entrar a la iglesia, se efectuaba el subvente de difuntos, con el que se invitaba a los santos y a los ángeles a recibir el alma del muerto; además, se realizaban el Oficio de Difuntos con maitines y laudes; la Misa de Cuerpo presente; es decir, con el cadáver tendido en la iglesia y el traslado del cortejo al cementerio, acompañado del canto del Benedictus (Lucas I,68-79); y, finalmente, el rito de la sepultura. El sepelio se hacía dentro de las veinticuatro horas que seguían al deceso.
Después del entierro, todos los familiares e invitados regresaban a la casa del difunto donde el padre volvía a decir unos responsos y se retiraba. Mientras tanto, los restantes se quedaban para tomar un refrigerio y dar limosnas a los pobres. Durante las nueve noches posteriores, los deudos y amigos oraban por el alma del desaparecido. Al año se decía una misa a honras del fallecido.