La escatología mexica. Los mexicas fueron el último grupo nahua que se asentó en el altiplano mexicano. La historia de su civilización fue corta, pues en tan sólo doscientos años, desde la fundación de su ciudad México-Tenochtitlan en 1325, hasta su destrucción a manos de los españoles invasores, en 1521, lograron dar vida a una estupenda civilización y consiguieron un poderío económico y militar que les permitió convertirse en el grupo hegemónico de la región cultural denominada Mesoamérica. Nutridos de culturas antecesoras como la tolteca y la teotihuacana, los mexicas supieron dar vida a su propia cultura y a su propia concepción escatología. Sin restarle importancia a ninguna de las grandes civilizaciones que conformaron el México prehispánico, hablemos un poco acerca de la muerte en el pensamiento mexica, ya que muchos de sus rasgos han permanecido hasta nuestros días, como parte de la Fiesta de los Muertos.
Creían los mexicas que la vida de todo hombre estaba constituida por tres fluidos vitales: el tonalli, localizado en la cabeza; el teyolía cuyo centro de residencia era el corazón; y el ihíyotl, asentado en el hígado. Gracias a la existencia de estos elementos, la vida podía lograrse. Todos eran imprescindibles y compartían la misma importancia. El tonalli era el fluido que determinaba el vigor y la energía anímica del individuo; una especie de fuerza que condicionaba la conducta de cada hombre y las características de su vida futura. Corría a cargo del tonalpouhqui, o adivino, el descifrar y anunciar el tonalli de cada persona. Cuando un nuevo miembro de la comunidad nacía, y después de que la partera cumplía con sus ritos de rigor, se mandaba traer al adivino. En cuanto llegaba, preguntaba a los familiares el momento exacto del nacimiento del niño. Si el tonalpohualli, calendario ritual, le indicaba que el día del nacimiento correspondía a un signo fausto, el tonalpouhqui pronosticaba una vida llena de buenaventura. Si por el contrario el signo era nefasto e implicaba una poca satisfactoria existencia, el mago ponía en juego toda su ingeniosidad para poder encontrar, dentro de la trecena en que había nacido el neonato, un mejor signo que le ayudase a obtener un destino más dulce.
El ihíyotl se consideraba como un aliento que otorgaban las deidades Citlalicue y Citlalatónac y los ilhicac chaneque, pequeños seres ligados al agua. Como hemos mencionado, los mexicas pensaban que se asentaba en el hígado, recipiente del vigor, la vida, las pasiones y los sentimientos. Tenía la forma de un fluido luminoso que al emanar del hígado, podía influir en la propia persona –y aun en otras- de manera positiva y negativa. Es decir, se trataba de un gas de energía capaz de curar o de enfermar; de beneficiar o de perjudicar, tanto a los humanos como a los animales y las cosas.
El teyolía era equiparable a lo que los católicos denominan con el nombre de alma. Estaba conceptualizado como el elemento anímico encargado de viajar al mundo de los muertos. El teyolía se adquiría como un don que los dioses entregaban en el momento mismo en que se engendraba a un ser. A diferencia del tonalli, nunca abandonaba el cuerpo de una persona viva, pues si lo hacía equivalía a perder la vida.
Los antiguos nahuas pensaban que cuando una persona moría, se producía la desintegración de los tres elementos vitales del cuerpo. Al separarse estos elementos, la armonía estructural se desarmonizaba y entonces se estaba ante el acto de morir. Una vez acaecida la muerte, el alma o teyolía del difunto tenía la posibilidad de ir a cuatro lugares localizados en el más allá. A ellos se accedía, no tanto por el buen o mal comportamiento que se había llevado en vida, sino por la forma de morir y por el grupo social al que se había pertenecido en vida. Pero para que las almas partieran había que esperar, ya que la separación del teyolía no era inmediata. Por ejemplo, en el caso de los tlatoanis, el alma tardaba cuatro días en abandonar el cuerpo, y, después de la cremación, se mantenía en la tierra otros cuatro días; después, partía inmediatamente a su destino. Al último día se le llamaba nexpixolo o “derramamiento de cenizas”.